Cuando empecé a armar mi biblioteca hace ya más de 20 años, se me cruzó una idea que puede ser o muy tonta o muy visionaria: en algún momento mis libros iban a deteriorarse por el paso del tiempo y podían, eventualmente, desaparecer.

Sus páginas se volverían amarillas y quebradizas, sus letras se desvanecerían en el aire como todo lo sólido. Así fue como inicié otra obsesión improductiva: hacer fundas de papel kraft para proteger los libros del polvo y salvarlos de una muerte segura.

Trato de reconstruir cómo empezó todo. Seguramente tenía un pliego de papel kraft en la casa de mi abuela. Con ese material podía diseñar una especie de envoltorio, como un papel de regalo, que lo único que dejara libre y a la vista fuera el lomo del libro. Envueltos en esa cápsula de papel estarían a resguardo. Tomé una regla, un lápiz a mina y pegamento, y comencé a diseñar estas fundas como si fuera un sastre haciendo trajes a medidas para libros pequeños, grandes, de distintos tamaños, pero con la misma necesidad: repeler el desgaste del paso del tiempo.

Los primeros libros a los cuales les hice la funda de papel fueron las novelas de Eric Wilson, editadas por El Barco de Vapor, los títulos iniciales que sumé a mi biblioteca personal (Terror en WinnipegPesadilla en VancouverAsesinato en el Canadian Express). También confeccioné una funda para El muñeco de Don Bepo, una de mis primeras lecturas de infancia. Después esta práctica la continué con los libros usados que empecé a comprar en librerías de viejo o en calle San Diego (creo que el primero fue una colección de poesía de Garcilaso de la Vega). Y ya más adelante, cuando el presupuesto me lo permitió, fue parte integral del ejercicio de protección que hacía con libros nuevos que compraba y que constituían pequeñas joyas de mi biblioteca.

A mi hijo Leonardo parece que no le gustan estas fundas de papel. O quizá le encantan. Le llama mucho la atención que los libros, ese objeto que él saca de los libreros y apila y desparrama, estén cubiertos por una capa de papel frágil y fácilmente rompible. Leonardo ya ha hecho de las suyas con varias de las fundas. En particular, le sacó una porción a Shakespeare. La invención de lo humano, de Harold Bloom. Y despedazó por completo la funda de una edición en inglés de El Señor de los Anillos, que después de dos décadas quedó completamente desnuda. ¿Me enojé cuando lo hizo? Sí, sentí que me rasgaban por dentro.

A simple vista, estas fundas eran imperceptibles en el anaquel. Como lo único que quedaba desprotegido era —es— el lomo del libro, la presencia de estas fundas es prácticamente invisible. Solamente al sacar un libro de ahí se revela la existencia de esta capa protectora. Hacer estas fundas no era un intento por hermosear la biblioteca o por establecer una tendencia como esa burrada de poner los libros con el lomo hacia adentro. Mi instinto creativo en este caso era meramente de preservación, no estético o visual.

Hace más de diez años, cuando Facebook aún era un espacio relevante y no una cloaca plagada de publicidad y posteos clickbait, hice una especie de tutorial fotográfico explicando cómo era el sistema con el que generaba estas fundas de papel. Recuerdo que documenté todo el proceso con fotografías mientras hacía la funda de Los suicidas del fin del mundo, de Leila Guerriero, un libro que había leído para una tesis de magíster que nunca terminé.

Tengo la impresión, aunque puedo equivocarme, de que ese fue el último libro al que le hice una funda de papel. Hoy ya no tengo tiempo. Ahora hay más libros. Y quizás no tengo la misma paciencia que tenía antes. El oficio de hacer estas fundas de papel era también parte de un rito. Una práctica pausada y calmada en un mundo que a veces se mueve de forma demasiado vertiginosa. Hacer estas fundas es hacer algo como leer. Un acto que a veces se siente a destiempo, desencajado, que necesita una velocidad distinta a la que nuestras vidas urgentes están habituadas.

Cuando hoy me acerco a mi biblioteca y tomo un libro con funda, siento nostalgia y también orgullo por el camino recorrido. Esa decisión inicial de proteger a los libros fue una muestra de afecto por un artefacto —el libro— que me transformó y sigue transformando mi vida. Y cuando veo una funda, lo que veo es que al crear estas cubiertas protectoras transferí al libro una cuota de cariño que va más allá de la lectura. Los libros no solo los leemos: los manoseamos, los anotamos, los dedicamos, los prestamos, depositamos nuestros afectos en ellos. Yo también decidí vestirlos.

En su Diario de Japón, María José Ferrada cita a Kawabata (recién terminé su País de nieve): “El tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos; pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo”. Pienso que pasa lo mismo con mi artefacto favorito: todo libro flota de distinta manera en el tiempo, todo libro sufrirá el paso del tiempo. Y no existe funda ni nada que los proteja de lo inevitable. Parece un pensamiento aterrador. Pero cuando recuerdo que un adolescente de 15 años creyó que podía vencer lo inexorable usando solo papel kraft, se me olvida y esbozo una mueca que también puede ser una sonrisa. Una sonrisa por un hermoso recuerdo.

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