
En TikTok y otras redes sociales hierve, y en buena hora, una discusión que parece sacada de una distopía quemada. Donald Trump está censurando a Gabriel García Márquez en Estados Unidos.
Quiero detenerme aquí.
La noticia no es solo Gabo. Es también Isabel Allende. La casa de los espíritus, la novela que narró los fantasmas de nuestra propia tragedia, está siendo vetada en distritos de Florida y Texas, acusada de «contenido pornográfico» y «anticatólico».
En el país de la libertad. En el faro del primer mundo.
Vaya ironía.
El Realismo Mágico de la Censura
Vamos por partes.
Es cierto que el gobierno federal está presionando a los distritos escolares para que limpien sus estantes de ciertos títulos. Pero el objetivo no es solo el realismo mágico latinoamericano. La escala es industrial. La pesadilla es burocrática.
No son dos autores. Son 6.870 casos de prohibiciones de libros solo en el año escolar 2024-2025.
El autor más censurado del país no es un revolucionario marxista. Es el maestro del terror que define el American way of life, Stephen King, con 87 de sus títulos removidos en 206 instancias.
La lista delata el pánico moral A Clockwork Orange de Burgess. The Handmaid’s Tale de Atwood. The Bluest Eye de Toni Morrison. Incluso la serie gráfica LGBTQ+ Heartstopper.
El mecanismo de esta purga tiene nombre y apellido la Orden Ejecutiva «Ending Radical Indoctrination in K-12 Schooling», firmada en enero de 2025.
Suena noble. Suena a protección.
Pero, ¿qué define la administración Trump como «adoctrinamiento»?
Según el texto, «adoctrinamiento» es cualquier «ideología de equidad discriminatoria». Es decir, cualquier cosa que critique la meritocracia, sugiera que EE.UU es un país «fundamentalmente racista» o, Dios no lo quiera, apoye la “ideología de género” y la «transición social» de un estudiante sin permiso paterno.
Para reemplazar este «veneno», la orden reinstala la «Comisión 1776», encargada de promover la «educación patriótica».
Una educación limpia, pura, obediente. Una educación sin fantasmas. Sin preguntas. Sin Macondo.
La Censura Tiene Un Solo Nombre
Aquí llegamos al primer aprendizaje, y es brutal en su simpleza. La censura no tiene doctrina política exclusiva. No es de izquierda ni de derecha. No es capitalismo ni socialismo.
Es, simplemente, fascismo.
Punto.
En la Unión Soviética, se purgó lo que atacaba al comunismo. En China, los libros «burgueses». En la Alemania nazi, se quemó todo lo «anti-alemán» a través de decretos que parecían «proteger la pureza cultural».
Y este olor a humo, en Chile, lo conocemos bien.
Tras el golpe de 1973, la Junta Militar emitió bandos que ordenaban la «incautación y destrucción» de literatura considerada «abiertamente marxista». Las quemas de libros fueron en plena calle. Persiguieron a Neruda. Isabel Allende tuvo que huir al exilio. Y el capricho específico de Pinochet ordenó quemar 15.000 ejemplares de un libro de Gabriel García Márquez (La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile).
El círculo se cierra. Los mismos autores. Los mismos censuradores. El mismo miedo.
Por nuestra historia, todos sabemos lo que viene después del fuego. El silencio. Y después del silencio, la impunidad.
La Palabra Como Arma de Destrucción Masiva
Esto nos lleva a la segunda confirmación, la más importante. Si censuran un libro, es porque los libros tienen poder.
Si queman una novela, es porque los gobiernos autoritarios —todos, sin excepción— saben que el conocimiento es poder. Saben que una idea es más peligrosa que una bala. Que una metáfora puede derribar un régimen. Que un personaje de ficción puede despertar a un pueblo dormido.
Por supuesto que hay libros inútiles, dañinos, perjudiciales. Pero censurarlos a priori, prohibir la palabra antes de que sea leída, es un atentado directo a la libertad de elegir.
Es la muerte de la democracia.
Leer esos libros «no tan buenos» también es importante. El contraste genera criterio. La fricción construye pensamiento.
Si no lo han hecho, vayan y lean El Manifiesto Comunista. Pero lean también Mi Lucha del bigotón alemán. Lean La riqueza de las naciones de Adam Smith y lean El libro rojo de Mao.
Les aseguro que ahí, en el choque de ideas, es donde empieza el criterio.
El adoctrinamiento es lo opuesto. Es cuando te obligan —o tú mismo decides— leer solo una versión de la historia y tomarla como verdad absoluta. Es cuando el Estado decide por ti qué puedes pensar. Qué puedes imaginar. Qué puedes soñar.
Los Espíritus de la Casa Blanca
Y aquí llegamos a la tercera cosa. A lo que realmente pudre el debate, a lo que hace que esta historia apeste desde kilómetros de distancia. La hipocresía monumental de los que se dicen «liberales» hoy.
Estos seudo-liberales que, a nombre de la libertad, se creen con el derecho moral de decidir por los demás qué es bueno y qué es malo. Que invocan los «derechos parentales» y la «libertad educativa» mientras censuran, mientras adoctrinan, mientras clausuran las puertas del pensamiento crítico.
Es la paradoja máxima, la contradicción más obscena. En defensa de la Libertad, prohíben. Cierran puertas, ventanas y libros.
Prohíben para «dar libertad».
Censuran para «proteger la democracia».
Queman libros para «salvar la cultura».
Es triste. Es patético. Es una prostitución absoluta de la palabra «libertad». Es tomar el concepto más sagrado del pensamiento occidental y vaciarlo, pudrirlo, convertirlo en una herramienta de opresión.
Y lo peor, lo verdaderamente nauseabundo, es que lo hacen envueltos en la bandera. Con la mano en el corazón. Con lágrimas patrióticas en los ojos.
Fascismo con cara de libertad. Censura con disfraz de protección. Adoctrinamiento disfrazado de educación.
La historia tiene un nombre para esto. Y no es bonito.
Las ideas vuelan
Reflexionen sobre esto ¿Ustedes le prohibirían leer un libro a alguien si estuvieran absolutamente seguros de que el contenido de ese libro es inferior a lo que ustedes defienden?
Piénsenlo bien.
Porque ahí está el núcleo de todo. Si tu idea es tan frágil que no resiste el contacto con otras ideas, entonces no tienes una idea. Tienes un dogma. Y los dogmas no se defienden con argumentos. Se defienden con hogueras, con censura.
¿Es esto un ataque al «adoctrinamiento» o es pánico a que la gente conozca un segundo punto de vista? ¿Es «educación patriótica» o es, simplemente, miedo a que la gente piense?
La respuesta es obvia. Y aterradora.
Porque cuando un gobierno decide qué puedes leer, ya decidió qué puedes pensar. Y cuando decide qué puedes pensar, ya decidió quién puedes ser.
La libertad no se defiende prohibiendo. Se defiende leyendo. Debatiendo. Confrontando ideas en la plaza pública, no quemándolas en la hoguera.
Y si hay algo que nuestra historia nos enseñó —entre golpes, dictaduras y exilios— es que los libros siempre sobreviven a los censuradores. Siempre.
Porque mientras exista un lector dispuesto a esconder un libro bajo el colchón, a pasarlo de mano en mano, a leerlo en voz baja en la oscuridad, la libertad seguirá viva.
Y ninguna orden ejecutiva, ninguna comisión patriótica, ningún miedo disfrazado de protección podrá apagarla.
Los libros arden. Pero las ideas vuelan.
 
        

