Los pensadores clásicos y, quizás para sorpresa de muchos, también los del medioevo miraban con angustia que en múltiples lugares del orbe había otros que se hacían las mismas preguntas y aventuraban, quizás, similares respuestas. La reflexión, tenían claridad en aquello, no podía ser sólo el privilegio de una sola cultura.

Buscaban certezas, sabían que sólo contrastando resultados o teorías con otros era posible avanzar, su ideal fue generar diálogo en un espacio común, donde estuviera todo el conocimiento generado por los otros, a la mano, en tiempo real, ojalá con sabios que estimularan una conversación que permitiera ampliar el acervo científico y tecnológico de la humanidad.

Así nacieron las primeras bibliotecas, inspiradas en la premisa de poder contener y delimitar el “estado del arte” respecto a la creación del conocimiento. Representaban, a la vez, para los gobernantes que las impulsaron y mantuvieron, una demostración fehaciente de su poder, el control de los adversarios por medio del intelecto y, también, la consolidación de dominio de un relato cultural superior respecto a las naciones aledañas.

La sospecha de saber que en tierras ignotas ya podían haber respondido las preguntas que se hacían en el espacio propio ha sido una constante en la humanidad. Aún peor, porque se estaba en presencia de una angustia colectiva, cuando el tiempo de vida, la escasa tecnología para almacenar información y las distancias terrestres se convertían en barreras insalvables.

Pero en los últimos 200 años los avances tecnológicos han ido derribando esas dificultades una a una y en la última década la aparición de la IA parece ser la respuesta que todos esperaron por siglos.

Sin embargo las caras de recelo y desconfianza abundan en torno a ella; no son pocas la voces que alertan sobre la amenaza, en particular respecto al mundo laboral, que implica para las personas más sencillas y en condiciones de desmedro cultural.

En verdad la IA es la expresión de millones de datos existentes en nuestro mundo paralelo, en ese otro espacio donde navegamos y existimos pero no tenemos conciencia de ello.

Pensemos aquello como otro plano de nuestra existencia. Allí están nuestros mensajes, muchos de los cuales no quisiéramos que sean públicos porque son personales; el smartphone se preocupa de almacenar, la hora que cogimos el celular cuando amanecimos, los pasos que caminamos a nuestro trabajo; nuestros gustos en la navegación, lo que vitrineamos, lo que compramos, lo que vemos con detención pero no podemos adquirir; ese viaje que cotizamos y desechamos, las cuentas del banco, las moras y los intereses que castigan aquello;  nuestras fichas médicas y las huellas dactilares, la configuración exacta de nuestros rostros, lo que hablamos y lo que pensamos.

En ese mundo digital paralelo están también las tesis de grado, los estudios exitosos y los fracasados, los libros que fueron y los que no, las reflexiones científicas; y también la ficción, todas nuestras abstracciones y sueños.

Ese gran repositorio colectivo, con infinitas capas de información, con caminos recónditos y, por su vastedad, imposibles de dimensionar por nuestros cerebros individuales, es el campo de acción de las diferentes plataformas que usan la IA para traerlos a nuestra presencia de forma procesada y más fácil consumo.

La importancia de tales plataformas, ciertamente, radica en las herramientas que poseen para rastrear en ese mar infinito y desconocido la información que solicitamos. Pero aún en más importante la pregunta que hacemos, si es vaga e indefinida el resultado contará con esas mismas características.

La IA no es, como podrían esperar los pensadores antiguos, la respuesta para el futuro. Si es una herramienta para explorar, en corto tiempo y de manera digerible, el conocimiento que la humanidad ha almacenado. Es, por así decirlo, un cúmulo de respuestas del pasado que, ciertamente, permiten aventurar posibles conductas o modelos de comportamiento, de las personas y las sociedades, en escenarios futuros, no es más que eso.

Pero la IA es, de alguna manera, la versión más conservadora de nuestro conocimiento. Los refractarios del cambio de todo el mundo y en todos los tiempos, han levantado la bandera de la “economía del conocimiento” para detener las transformaciones. Se preguntan: ¿para que perder tiempo y esfuerzo en probar nuevas soluciones si las que aplicamos ya funcionan?

Las respuestas de la IA están teñidas de ese peligro.

Por una cuestión de simple aritmética, no es difícil preveer que gran parte de esos inconmensurables volúmenes de datos están impregnados de las miradas tradicionales que hasta hace unas décadas campeaban en nuestras sociedades.

Es decir que ahí está el machismo patriarcal, la intolerancia religiosa y racial, las justificación a las torturas, persecuciones, terapias de reconversión, los manuales para quienes administran campos de concentración, el discurso de odio, etc.

La IA debe ser mirada con recelo, pero no por sí misma, sino por nuestra propia historia. Veámosla como un punto de partida, como la forma de ordenar nuestras ideas, para crecer, cambiar el relato y construir una sociedad diferente.

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