En mi niñez, cerca del cerro Renca en la segunda mitad de los ochenta, vimos con mi familia una luz en medio de la noche: parecía, al principio, una estrella fugaz, pero nos percatamos que era demasiado lenta y, a la vez, demasiado cercana para serlo. La luz blanca entonces se inflamó, iluminó el cielo renquino por un segundo que pareció eterno y, tal como apareció, se esfumó sin ruido. Al día siguiente, mi hermana me comentó que los computadores de su colegio (todos en el amanecer de las enseñanzas computacionales de esos años) se habían vuelto locos y se elaboraron diversas teorías para explicar el fenómeno: ¿un OVNI? ¿un globo sonda? ¿en verdad una extraña estrella fugaz que chocó con la sombra monolítica del cerro? Todo lo que quedó de la anécdota (o del sueño; más de 30 años después ya ni siquiera estoy seguro si ocurrió) es que la luz era un misterio indescifrable.
¿Por qué les cuento esta breve historia? Quizás para acercarme a los propósitos de esta reseña, aunque tal vez me aleje de él. Rezaba Cortázar, en una analogía boxeril, que si una novela gana por puntos el cuento lo hace por nocaut. El resultado, no obstante, es más o menos el mismo: el derrotado (o el lector, que para este caso es lo mismo) queda en un estado extraño entre la excitación y el mareo, entre la claridad y la casi impenetrable confusión. ¿Qué se puede decir, entonces, de un libro que no solo es confuso en su estructura (¿relatos? ¿cuentos? ¿una serie de prefacios para una novela corta?) sino que a la vez habla de varios de los episodios más fascinantes y confusos de varias de las ramas más (y esto es quizás una paradoja) fascinantes y confusas del conocimiento humano?
Es extraño hacer un resumen de “Un verdor terrible” de Benjamín Labatut (Anagrama, 2020) pero intentémoslo: en varios de estos “relatos” se cuentan historias inconexas que conectan las vidas de varios protagonistas de los episodios fundamentales de las matemáticas, la geometría y (en especial) la física del siglo XX, infiriendo (a veces sutil, a veces ruidosamente) cómo estos trabajos intelectuales afectaron y afectan el destino de la humanidad.
A priori, un libro estructurado de forma confusa que se detiene más en la importancia de ciertas teorías que en la personalidad de los personajes o en hilar una historia comprensible suena a una pésima apuesta, ¿no? Pues ese es quizás uno de los grandes triunfos de este libro. Su estructura podría nombrarse de muchas formas, pero no tiene importancia porque las historias se mueven grácilmente; las teorías parecen más una aventura que un ejercicio matemático (y en el libro se habla de fórmulas y ecuaciones como Poe habla de cadáveres y gatos) y las historias con que los distintos personajes (todos reales, pero ficcionados por la habilidad de Labatut) llegan a sus conclusiones son del todo fascinantes. Hablar de física y matemáticas y de sus teorías y conclusiones parecen ser, en teoría (¡oh, la Ironía!), la antesala de un libro árido e impenetrable. Sin embargo, es uno de los libros más deliciosamente extraños y oscuramente claros que he leído en los últimos tiempos. Y, como cabría esperar de un libro semejante y al igual que las historias que narra (sobre todo la “principal”), no arroja un final o una conclusión cerrada. Es un libro para pensarlo sin pensar en nada y, a la vez, en todo. Citando una de sus fascinantes líneas: “Dígame, profesor, cuándo empezó toda esta locura. ¿Cuándo dejamos de entender el mundo?” Creo que este es el efecto final del libro. A través de las historias de genios que con sus cavilaciones llegaron a la casi plena confusión, el lector lo abandona así: confundido, quizás algo azorado, pero a la vez fascinado como el que ve por primera vez una luz de la que sabe que es una luz pero no su origen, y cuando la luz desaparece deja extrañas respuestas que a la vez invitan a nuevas preguntas que generan nuevas respuestas con nuevas preguntas hasta que uno concluye, no por cansancio sino por fascinación, que no sabe cómo seguir.
Vuelvo a Cortázar para concluir: no sé si este libro terrible ganó por nocaut o por puntos, pero sí que me dejó en el piso, vencido, y sin embargo con la adrenalina a tope. Como cuando vi esa luz en mi infancia: confuso y maravillado.
“Un verdor terrible”
Benjamín Labatut
Anagrama
2020