Desde sus inicios, la conexión de las bibliotecas con la realidad cultural de las sociedades ha sido estrecha, siendo la evolución de éstas reflejo y agente de dicha simbiosis. Si nos ponemos a pensar en una sociedad que no valore lo aprendido, lo adquirido y lo creado, un grupo que no valore su herencia cultural, nos queda sólo un puñado de seres humanos sin futuro ni expectativas. No sólo los libros son parte de la herencia cultural de los pueblos (el libro es sólo un formato, una muestra física de algo mucho más profundo), sino que también otros tipos de formas y manifestaciones, como la música y la pintura, entre otras expresiones artísticas, los espacios de reunión y esparcimiento (donde se hace manifiesta la expresión social de la cultura compartida), y los juegos.
Cuando pensamos en bibliotecas, generalmente tenemos en nuestro imaginario montañas de libros, de distintos tamaños y colores, en formas geométricas imposibles, que cubren paredes inmensas que se juntan en una arista cerca del cielo, desde donde la luz natural del día lo ilumina tenuemente todo (o también podemos imaginarnos algo mucho menos oneroso). Detrás de toda esa imagen nos encontramos con documentos, materiales que almacenan historias, conocimiento, anécdotas, registros del pasado que pueden también ayudarnos a entender el futuro (como ocurrió, por ejemplo, con las manifestaciones cíclicas de algunos fenómenos naturales que, gracias a los registros almacenados en bibliotecas, fue posible determinar). Asociamos también las bibliotecas a la lectura, ese acto tan humano que nos conecta con toda nuestra herencia histórica y cultural, que nos permite aprender y a su vez entretenernos.
¿Y el juego?
Desde siempre el hombre ha utilizado el juego como pasatiempo y como herramienta de aprendizaje. Los niños, cuya conexión con la actividad del juego es más inmediata, descubren y dilucidan el mundo a través de éste. Culturas milenarias lo utilizaban como forma de transmitir conocimiento o tradiciones, incluso previamente a la escritura. Si bien el juego, tradicionalmente ha sido extraído del proceso formativo que como sociedad hemos adoptado, y se ha incorporado, principalmente en los jóvenes, como parte importante de sus formas de entretenimiento, lentamente ha comenzado un proceso de reposicionamiento como herramienta de aprendizaje y formación, donde se han tratado de entender sus procesos e implicancias en el desarrollo cultural y social de los individuos. Podemos usar, entonces, la misma definición anterior y decir que el juego es “ese acto tan humano que nos conecta con toda nuestra herencia histórica y cultural, que nos permite aprender y a su vez entretenernos”.
Las bibliotecas públicas, como agentes de cambio en una sociedad en constante movimiento, han entregado lentamente espacio a actividades e ideas que eran prácticamente impensadas para el modelo de biblioteca que se centraba en la recolección, organización y entrega de información a los usuarios. Se habla de un mundo en el que ya se tiene acceso a una cantidad infinita de datos en la palma de la mano.
No es descabellado pensar que el juego, como actividad cultural, tiene cabida también en un espacio como la biblioteca, no sólo por las similitudes que comparte este acto con la lectura, sino que también por todo lo que implica socialmente este cambio de las bibliotecas, que se enfocan cada vez más en los usuarios que en sus colecciones.
Desde juegos patrimoniales, tardes recreativas, talleres de creación lúdica, jornadas de reflexión en torno al juego… las posibilidades son infinitas, y siempre lo han sido, para las bibliotecas, que en estos tiempos donde entregar de manera gratuita información, espacios de reunión y de esparcimiento son actos contestatarios y urgentes.