Vivimos en una época donde la tristeza está mal vista. Se esconde detrás de filtros, se disfraza de productividad y se entierra bajo la urgencia de estar siempre bien.
En ese contexto, encontrar un libro que no solo acepte la tristeza sino que la dignifique, se siente como un acto de resistencia. «Lo bueno de tener un mal día», de la psiquiatra española Anabel González, no es una invitación a dramatizar la vida, es una propuesta honesta para entenderla.
Porque hay días malos. De esos que no se explican con claridad, que aparecen con una sombra en el pecho, con una ansiedad sorda, con una desconexión que no entiende razones. Esos días también existen y merecen un espacio en nuestra vida emocional. El libro de González no busca evitarlos ni maquillarlos, propone acompañarlos. Y desde ese gesto, se vuelve radicalmente humano.
La voz que acompaña, no que receta
Anabel González no es una gurú del bienestar. Es psiquiatra, psicoterapeuta, doctora en Medicina y especialista en trauma. Su práctica clínica la ha llevado a escuchar muchas veces lo que no se dice. Ha trabajado con personas que no pueden nombrar lo que sienten porque lo han guardado demasiado tiempo. Desde ahí, su forma de escribir no se parece a la de la autoayuda tradicional. No promete fórmulas mágicas, no habla desde la altura del especialista que enseña, sino desde la experiencia de quien observa y entiende.
Durante años ha acompañado a personas que han transitado crisis profundas. Pacientes con historias duras, memorias disociadas, pérdidas difíciles de procesar. Su especialización en EMDR, una terapia orientada a procesar traumas, le ha dado herramientas que no solo aplica en consulta. Las pone también sobre el papel. Por eso Lo bueno de tener un mal día no suena a teoría, suena a vida vivida. A compasión sin condescendencia. A lucidez que no juzga.
González no escribe desde el púlpito de quien lo ha resuelto todo, sino desde el terreno común de la vulnerabilidad. Por eso el lector no siente que se le hable, sino que se le acompaña.
El mal día no es el enemigo, es el maestro
El corazón del libro no es una técnica ni una teoría, es una mirada. Una forma distinta de observar el malestar que llega cuando las cosas no van bien. El título lo adelanta. Tener un mal día no es algo que haya que evitar a toda costa. Es algo que, si se transita con atención, puede enseñar, revelar, sanar.
El primer capítulo desmonta una de las ideas más dañinas de nuestra cultura emocional, esa que repite sin descanso “al mal tiempo, buena cara”. González afirma con claridad que al mal tiempo hay que ponerle tristeza, lágrimas, rabia. No como una rendición, sino como una forma honesta de estar en la vida. Fingir que todo está bien cuando no lo está, solo alarga el sufrimiento. Es una negación que intoxica.
El libro enseña que las emociones desagradables tienen un propósito. No están ahí para incomodar, están para alertar. La tristeza, la angustia, el miedo, la rabia, no son errores del sistema, son señales. Y como toda señal, se vuelven útiles si sabemos leerlas. Lo contrario, negarlas o anestesiarlas, no las elimina, solo las convierte en ruido de fondo que más tarde se manifiesta en el cuerpo, en el insomnio, en el vacío.
González insiste en algo que parece simple pero que cuesta practicar. No hay emociones buenas ni malas, hay emociones agradables y desagradables. Todas cumplen una función. Las agradables nos conectan con el bienestar, pero las desagradables nos protegen, nos obligan a frenar, nos invitan a revisar. Desde esa lógica, un mal día no es un obstáculo en el camino, es parte del camino.
Lo que hacemos con lo que sentimos
Una de las ideas más potentes del libro es que el problema no es lo que sentimos, sino lo que hacemos con eso que sentimos. Sentir angustia, rabia, frustración, es natural. Lo que puede dañar es cómo reaccionamos a esas emociones. Si nos juzgamos por sentir, si nos exigimos estar bien a toda costa, si nos aislamos o nos llenamos de distracciones para no mirar adentro, entonces el malestar crece.
González propone algo contraintuitivo. En vez de intentar quitarnos rápido el malestar, sugiere que lo miremos de frente. Que lo escuchemos. Que no lo interrumpamos con positivismo forzado. Porque cuando uno se permite estar mal, sin culpa, aparece una calma rara, como si algo dentro dejara de pelear.
El libro ofrece estrategias prácticas, pero no desde un lugar conductista. No se trata de aplicar pasos para dejar de sufrir, sino de comprender lo que está ocurriendo. Por ejemplo, recomienda hablar con alguien de confianza cuando uno siente que se está desbordando. Compartir lo que duele no lo resuelve, pero lo alivia. También propone frenar el bucle de la rumiación, ese hábito de dar vueltas interminables a lo que nos inquieta. Y lo hace sin recetas mágicas, solo con sentido común y compasión.
Hay un punto especialmente valioso que el libro repite de distintas formas. Si reprimimos lo que sentimos, el cuerpo lo grita. Si lo nombramos, lo liberamos. El dolor que no se expresa se convierte en tensión, en insomnio, en síntomas difusos que nadie sabe cómo tratar. En cambio, cuando le ponemos palabras, deja de estar solo en el cuerpo. Pasa a ser relato, experiencia, aprendizaje.
La utilidad de lo humano
Más allá del enfoque clínico, el gran mérito del libro está en su capacidad de humanizar el sufrimiento. No lo trata como un síntoma a corregir, sino como un espacio a habitar. Y en ese gesto, se vuelve profundamente útil.
Muchos lectores lo agradecen. No solo los que están atravesando una crisis. También quienes arrastran años de no haberse permitido estar mal. Los testimonios que se encuentran en redes, en plataformas como Goodreads o Amazon, reflejan algo común. El libro les ha dado permiso. Permiso para sentir sin culpa. Para parar sin justificarse. Para reconocerse vulnerables sin tener que explicarlo.
Algunos lo consideran uno de los libros más claros que han leído sobre emociones. Otros destacan su capacidad para explicar con metáforas sencillas lo que la psicología a veces enreda con tecnicismos. Muchos coinciden en que es un texto para releer. No porque tenga complejidad teórica, sino porque invita a volver a uno mismo.
También hay quien ha sentido que el libro se queda en lo básico. Que no profundiza tanto como esperaban. Es una crítica válida, especialmente desde quienes ya han trabajado mucho en terapia o han leído extensamente sobre inteligencia emocional. Pero incluso ellos reconocen que la manera en que está escrito lo hace accesible a personas que no suelen leer sobre salud mental. Y eso, en sí mismo, ya es un valor.
Porque a veces lo que se necesita no es más teoría, sino más ternura. Más humanidad.
Una lectura que llega cuando tiene que llegar
Este no es un libro para cualquier momento. Es un libro que llega justo cuando uno está empezando a sentirse cansado de estar fuerte. Cuando la máscara pesa. Cuando el cuerpo avisa. Cuando ya no hay excusas para seguir negando lo que duele.
En plena pandemia, la autora publicó un capítulo extra disponible gratuitamente para ayudar a transitar la ansiedad y el aislamiento. No porque tuviera soluciones, sino porque entendía lo importante que es sentirse acompañado cuando todo se desmorona. Ese gesto refleja el espíritu del libro. No busca vender consuelo, busca ofrecer compañía.
Y esa compañía es también una forma de resistencia. En un mundo que exige rendimiento, productividad, felicidad constante, alguien que diga “está bien tener un mal día” se vuelve un aliado, casi un salvavidas. Leerlo es como abrir una ventana en una habitación cerrada. No cambia el clima, pero deja entrar aire.
Entre el lector y el terapeuta, un puente
Uno de los grandes logros de Anabel González es tender un puente entre el conocimiento clínico y la experiencia cotidiana. Sus años como psiquiatra le dan herramientas, pero su escritura está al servicio del lector. No impresiona con conceptos, no se escuda en jerga. Traduce el saber médico en lenguaje humano. Y ese lenguaje toca.
Porque la autora sabe que el dolor emocional no se resuelve con tecnicismos. Se disuelve en la presencia, en la comprensión, en el vínculo. Por eso el libro funciona. Porque no apunta al síntoma, apunta a la persona. Porque no intenta corregir lo que duele, sino escuchar lo que quiere decir.
Y en esa escucha aparece lo inesperado. Una nueva forma de estar en el mundo. Más suave. Más sincera. Más viva.
Para leer con calma, para releer cuando duela
Lo bueno de tener un mal día no es un libro para devorar de una sentada. Es un libro para tener cerca. Para abrir cuando el cuerpo avisa que algo no anda bien. Para subrayar frases que recuerden que sentir no es fallar. Para recordar que ser fuerte no significa no llorar, sino saber cuándo pedir ayuda.
Es también un texto que hace bien aunque uno no esté mal. Porque invita a mirar de otra forma los gestos cotidianos, las emociones negadas, las pequeñas derrotas que también forman parte del camino.
Y quizás, lo más importante, es que no promete felicidad. Promete comprensión. Y en estos tiempos, comprenderse puede ser el primer acto de sanación.
Lo bueno de un mal día, en el espejo de quienes leen
Hay frases que resuenan como un eco largo. Algunas se han quedado conmigo como mantras personales, pequeñas verdades que condensan la esencia del libro.
“Las personas que se permiten sentir son más fuertes.”
“Lo que sentimos no es el problema. El problema es lo que hacemos con eso que sentimos.”
“Las emociones no son el enemigo. Son el mapa.”
No son frases bonitas. Son verdades que cuesta practicar. Pero que, una vez interiorizadas, cambian la forma de estar en el mundo.
Y esa es, quizás, la mayor virtud de este libro. No cambia tu vida. Pero te cambia la forma en que la miras. Y eso ya es un comienzo.