Sin ánimos de sonar como un oráculo: Las nuevas tecnologías tendrán incidencia en amplios ámbitos de la vida humana, mejorando muchísimos aspectos de estos. Pero, también,  abrirán desafíos y riesgos que deben ser atendidos y gestionados con responsabilidad.

¿Quién podría decir, por ejemplo, que la conectividad instantánea es algo negativo, aun cuando el uso excesivo de teléfonos inteligentes —especialmente en niños y adolescentes— se haya convertido en un creciente reto en salud pública?

Lo mismo ocurre con la inteligencia artificial: sus beneficios son innegables, pero su implementación requiere regulación, criterio y una mirada ética. Lo hemos dicho muchas veces desde este espacio, la tecnología en si misma no implica mejora sustancial de nuestra condición humana. Hacer las cosas con mayor inmediatez, con menos riesgo de error y más precisión no significa un mundo mejor.

En el ámbito educativo, la irrupción de la IA ha suscitado expectativas, pero también inquietudes legítimas. Algunos temen que las máquinas reemplacen el rol de los profesores o que la enseñanza se deshumanice. Pero estas preocupaciones, más que advertencias sobre el porvenir, son llamados de atención sobre cómo debemos conducir este proceso. La IA no está diseñada para reemplazar la labor de los docentes; está pensada para apoyarla, ampliarla y liberarla de tareas repetitivas y mecánicas.

La inteligencia artificial permite automatizar procesos administrativos, generar evaluaciones estandarizadas más eficientes y, sobre todo, diseñar experiencias de aprendizaje personalizadas, adaptadas a las características únicas de cada estudiante. Esto representa una oportunidad inédita para enfrentar desafíos estructurales del sistema educativo, como la sobrecarga laboral docente, las brechas de aprendizaje o la necesidad de atención individualizada en aulas diversas.

Sin embargo, hay algo que ninguna tecnología puede replicar: el vínculo humano. Enseñar no es solo transmitir contenidos o aplicar técnicas. Es también acompañar, contener, motivar, escuchar. Es formar personas, no solo estudiantes. Y esa dimensión ética, emocional y relacional del quehacer docente no puede ser reemplazada por ningún algoritmo. El conocimiento puede automatizarse en parte, pero la formación integral requiere presencia, empatía y juicio humano.

Por eso, el verdadero desafío no es técnico, sino político y formativo. Las políticas públicas en educación deben impulsar la incorporación crítica de herramientas basadas en IA, pero sin descuidar la misión fundamental del profesorado: educar para la vida, para la convivencia y para la construcción de una sociedad mejor. La formación inicial y continua de maestros y maestras debe actualizarse para integrar las nuevas tecnologías, pero también para reforzar el sentido ético de su tarea, su capacidad de discernimiento y su rol como referentes culturales y comunitarios.

La inteligencia artificial será una aliada poderosa, pero solo si somos capaces de integrarla con inteligencia pedagógica y con responsabilidad social. No se trata de elegir entre personas o máquinas. Se trata de comprender que ninguna innovación tecnológica tiene sentido si no está al servicio del bienestar humano. Y en educación, eso comienza por valorar —y fortalecer— la labor insustituible de quienes enseñan.

 

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