Lo que comenzó como un gesto audaz de unas pocas editoriales pequeñas en Santiago —reunidas en torno a la convicción de que la edición independiente merecía un espacio propio y visible— se ha transformado en una de las citas más esperadas del calendario cultural chileno. La Furia del Libro no sólo ha sobrevivido al escepticismo inicial; lo ha desbordado.
La reciente edición de invierno de 2025 concluyó con una asistencia de 64.000 personas en cuatro jornadas, del 29 de mayo al 1 de junio. El evento contó con la participación de 280 editoriales, incluidas 58 internacionales, y más de 150 actividades culturales
Hoy cuenta con el respaldo del Estado, que ha comenzado a reconocer su valor mediante financiamiento y promoción, y con el entusiasmo sostenido de un público lector que llena sus espacios en cada versión.
Más allá de la venta de libros —que ciertamente permite sostener a editoras y autores—, lo que ofrece esta feria es una plataforma para la conversación crítica, la circulación de ideas y el encuentro entre proyectos editoriales que rara vez caben en los moldes del mercado tradicional. En cada edición, los pasillos de La Furia se transforman en foros abiertos donde se discute el presente y el porvenir del libro, la lectura y la cultura escrita.
Las editoriales independientes cumplen un rol insustituible en el sistema del libro. Son ellas las que aseguran la diversidad de voces, estéticas y temas; las que publican obras experimentales, arriesgadas, inclasificables. Su vocación no está en seguir tendencias, sino en abrir caminos. En ese sentido, oxigenan el medio literario, incomodan a veces a la industria establecida, y en muchos casos obligan a replantear sus propios modelos.
Pero hay algo aún más profundo en juego: un ecosistema editorial plural y diverso no solo beneficia al ámbito cultural, sino que fortalece los cimientos mismos de la democracia. En sociedades tensionadas por la polarización, el reduccionismo y la desinformación, contar con una oferta editorial capaz de acoger múltiples miradas —a veces incómodas, otras inesperadas, siempre necesarias— es una garantía para el ejercicio del pensamiento crítico. Cuando la edición independiente florece, florece también la posibilidad de confrontar discursos hegemónicos, de visibilizar identidades marginalizadas, de promover debates que los grandes sellos, por razones comerciales o ideológicas, tienden a evitar.
La pluralidad editorial es, en última instancia, una forma de tolerancia activa: el reconocimiento de que no hay una sola manera de ver, narrar o interpretar el mundo. La lectura de ese otro —distinto por origen, género, clase, ideología o estética— se convierte entonces en un ejercicio de empatía y, por tanto, en una experiencia profundamente política. En ese contexto, ferias como La Furia del Libro no solo celebran la edición nacional, sino que ensanchan el espacio público.
La última versión de La Furia del Libro ha sido un éxito rotundo. No sólo en términos de asistencia y ventas, sino en lo más importante: en reafirmar que el libro editado en Chile está vivo, vigente y dotado de legitimidad cultural.
En tiempos de concentración editorial y de algoritmos que imponen uniformidad, ferias como ésta son un acto de resistencia y una celebración de la pluralidad. Que existan, crezcan y se consoliden no es sólo una buena noticia para quienes leen: es una señal alentadora para la democracia del pensamiento.